27 de febrero de 2019

El hombre que inventó Manhattan, Ray Loriga


La verdad es que me sorprendí cuando me enteré de que Ray Loriga no solo escribía guiones cinematográficos y que también se dedicaba a la novela propiamente dicha.
A veces estamos tan obcecados en algo que somos incapaces de ver más allá, y gran parte de las veces ese «más allá» que no vemos nos ofrece unas posibilidades igualmente respetables y, a veces, hasta mejores.
O dicho de otra forma: me gustan más sus novelas que sus guiones.
Como bien afirma el título, en este libro encontramos la historia de lo que fue la Gran Manzana y de lo que acabó siendo gracias a Charlie, un hombre extranjero que la convirtió en un hervidero de fama y degradación aunque el precedente estuviera sentado.
Y a través de él y de los relatos que conforman la obra vamos descubriéndola en toda su grandeza y su miseria reflejadas estas en las personas que viven allí, cuyo comportamiento es simbiótico con el de la ciudad.
Es curioso, porque hasta que no te pones a pensar en lo que te influye algo, ya sea una ciudad o un sitio en concreto, no eres consciente de que pasa. En este sentido me recuerda a Sin City, salvando las obvias distancias: la ciudad está enferma porque sus ciudadanos lo están, y sus ciudadanos lo están porque la ciudad no les ofrece otra opción que la enfermedad, y algo así es lo que pasa con Nueva York. Tan llena y tan vacía a la vez, tan vida y en ocasiones tan asesinada, es imposible no marearse en esta ciudad de contrastes por antonomasia y la perspectiva de los cuentos de Loriga la acerca a la realidad. 
Sin embargo, y antes de concluir, debo confesar que es totalmente cierto que estaba un poco a la defensiva al principio con la obra y con el escritor. 
Para mí pesaba muchísimo lo que había visto escrito por él y en el fondo de mí no pensaba que algo escrito directamente para un público en forma de novela —o de relatos, que también los tiene— pudiera llamarme la atención, así que ha sido todo un descubrimiento y os la recomiendo especialmente si os gusta la Generación Beat a la que se acerca más por forma que por época y si la crudeza no os asusta y os gusta dejaros llevar por la espada de doble filo que es Nueva York.

23 de febrero de 2019

De catro a catro, Manuel Antonio


Como sabréis si de vez en cuando seguís estas pequeñas referencias que os hago a mis libros favoritos —y no tan favoritos, seamos sinceros—, los poemas últimamente no son lo mío, ni a la hora de escribirlos ni a la hora de leerlos y disfrutar de ellos.
Será que no estoy inspirada o que no me veo lo suficientemente llena de los sentimientos necesarios para afrontarlos, pero hace muchísimo tiempo que no soy capaz de dedicarme enteramente a un poemario, y reconozco que me parece bien, puesto que solo suelo escribir poemas cuando estoy destrozada emocionalmente y ahora no lo estoy.
Sin embargo, con este libro me pasa algo especial, desde que me lo recomendó hace años una amiga no puedo dejar de leerlo.
Lo cierto es que no es un libro fácil.
Es una ruptura con todo, incluyendo los cantos tradicionales y a la misma vez es un hijo digno de su tiempo vanguardista y de "ismos", y Manuel Antonio se erige en perfecta versión antagonista gallega de un Rubén Darío introducido a cal y canto en su torre de marfil, destinada solo a que accediera a ella el iniciado en la poesía. 
En el libro se nos presenta un viaje en el mar y los escritos se convierten en la bitácora del mismo.
Como un Ulises que recorre mares para regresar a Ítaca, el poeta se busca a sí mismo en esta aventura heroica, recorriendo recovecos de su alma a los que superficialmente no puede llegar. Es alguien perdido que necesita encontrarse y la única forma de hacerlo es emular lo mítico y embarcarse para llegar a lugares recónditos dentro de sí mismo.
Me gusta. Me gusta porque no es lo normal y me explico.
Dentro de las múltiples vanguardias que recorrieron el país —y toda Europa en realidad—, a pesar de que se catalogasen con este o aquel nombre, yo creo que todas eran huérfanas a su manera porque se diferenciaban lo suficiente las unas de las otras como para no convertirse en una etiqueta más, algo que, por otro lado, se pretendía.
Desde luego era la finalidad última, la ruptura, la diferencia, pero Manuel Antonio va más allá, consiguiendo que cualquier teoría en la que se basase para desnudar su alma quedase como aprendiz de todo aquello que él hacía.

19 de febrero de 2019

El tatuaje de la concubina, Laura Joh Rowland


Ambientada en el Japón feudal cuando Tokio aún era Edo, lo exótico —evidente en cuanto a la fascinación que siempre ha ejercido el cerradísimo País del Sol Naciente sobre el Occidente más curioso— y lo policial se aúnan en la pluma de Laura Joh Rowland y bajo la potestad literaria del incorruptible samurái Sano Ichiro.
En esta época desconocida para el occidental medio encontramos una auténtica confabulación de las intrigas del poder y de sus esbirros, y su reflejo es la muerte de una joven concubina del shogun, gobierno paralelo al del emperador y fuente del verdadero poder en el Japón medieval. 
Harume, tal es el nombre de la joven asesinada, es la favorita del shogun y su muerte dará pie a una investigación en toda regla en la que todos, desde el más alto hasta el más bajo en poder, tienen algo que callar y mucho que ocultar. 
A través del asesinato de Harume, Rowland nos hace un retrato histórico y social del Japón de la época en la que ambienta los hechos: una sociedad de clases donde los intocables siguen siendo los parias, depositarios de los secretos de un conjunto de clases que se permiten mirarlos y tratarlos despectivamente a pesar de sus virtudes o características y que se olvidan de que siguen siendo personas con sus ganas, sus veleidades y sus sentimientos. 
Cuando lo leí por primera vez lo que más interesante me pareció fue el contrapunto que mantiene, las similitudes con las que acaricia los géneros en los que se prodiga, ya sea novela de carácter amoroso, social, policíaca o, indefectiblemente, histórica. Es capaz de mantener la intriga hasta el final, llevando la vida y la muerte de Harume hacia unos derroteros que difícilmente podríamos imaginar dada la posición que alcanza y los verdaderos motivos del tatuaje que da nombre al libro, causa y origen de todas las cosas.
Además, es interesante la rebeldía que muestra en cuanto a tópicos típicos y situaciones propias de determinados personajes, haciendo que quizá lleguemos a reflejarnos en las pautas que marca.
Es ahí y solo ahí donde podría desarrollarse la novela y lo novelado. No podría haber habido otro caldo de cultivo más fértil que no fuera el Japón feudal, que, misterioso, cerrado y supersticioso, con sus haikus y su culto animista a la naturaleza con todo lo que ello conlleva, se prodiga en todo aquello que nos atrae de forma inevitable, tan opuestos a nuestro mundo frecuente. 
Son los secretos de una época que parece haberse extendido en el tiempo los que, aun con los innegables avances, se mantiene firme en el bastión de la tradición y lo tradicional. 

15 de febrero de 2019

La lluvia amarilla, Julio Llamazares


A veces se me hace complicado sentarme frente al ordenador, abrir una nueva entrada en blanco y ver cómo se pasan los minutos y soy incapaz de escribir. 
La solución lógica es cerrarla y luego al rato volverla a abrir, pero se repite una y otra, y otra vez hasta que me canso y ya no la abro más.
En este proceso des-creativo acabo agobiándome, porque aunque en ocasiones me cabree y no tenga fuerzas para seguir escribiendo el blog, este pequeño anaquel donde os cuento con mayor o menor acierto lo que pienso de los libros que he leído, forma parte importante de mi vida y entonces solo busco libros que me lleven a reflexionar y a hacerme pensar en por qué no puedo hilvanar más de dos palabras seguidas que construyan algo decente. 
Julio Llamazares es uno de los autores que me suelen ayudar en estos momentos aunque sea esta la primera vez que os lo traigo.
Este libro que os traigo hoy, por cierto, me recuerda terriblemente a «Cinco horas con Mario» del tristemente desaparecido Miguel Delibes por el estilo y la estructura y que está en mis planes de futuro para el blog. 
Es por su estilo y su estructura, por el monólogo perfecto que desarrollan sus páginas y que se extrapola desde el anciano protagonista, último habitante de un pueblito aragonés del Pirineo hasta cada paso que da por su memoria, por el recuerdo, y también por el olvido. 
Porque no es solo su vida la que está por acabarse, son todas las vidas que le han ido abandonando poco a poco, casi con cuentagotas, entre los que se fueron y los que se tuvieron que ir de un lugar cada vez más cubierto por el tiempo y destinado a desaparecer. Sin embargo, aquellos que se han ido, aunque le han dejado huella y le han convertido en el anciano que se decide a contar su historia con los respectivos saltos hacia atrás para justificarse, son solo actores secundarios que pasan de puntillas por la trama y solo toman forma en el momento en que les tocó vivir.
Es un libro muy triste, y precisamente su plasticidad es la que lo hace tan triste, porque es real y porque es hermoso. 
Porque, a la postre, todos acabaremos siendo el viejecito que recuerda los días vividos mientras ve venir los días que se le van, y porque a pesar de lo costumbrista de la historia, que no negaré que lo es, es preciosista, cada detalle cuenta, aunque a la vez cada detalle es solo tramoya.
Y también porque es el reflejo de una época y de una sociedad que, como en bucle, estamos viviendo ahora en parte. 
El paulatino despoblamiento ya no se produce como un sangrado imparable, más bien al contrario. La gente, acuciada por deudas y por otras causas, huye de la ciudad, del dios de hormigón, para refugiarse en los pueblos de antaño y así sobrevivir como se hacía en los viejos tiempos, pero a veces esta huida no se da hacia el ancestral pueblo, sino que aparece extramuros, fuera del país, buscando acaso una tierra prometida que tampoco puede ofrecer nada más que migajas, y esta es la parte más presente en el libro, en los que se tuvieron que ir para poder vivir, y quizá sea este otro punto más para reflexionar, el reflejo de lo cíclico del tiempo.
Ya sabéis, al fin y al cabo no es tan malo hacer retrospectiva de vez en cuando.

11 de febrero de 2019

Pyongyang, Guy Delisle


Aunque intento que al menos haya un cómic al mes —porque, lo creáis o no, organizo con bastante antelación los libros que os quiero traer para buscar las portadas y demás— sí que reconozco que no fue hace mucho que descubrí el potencial de las novelas gráficas y desde entonces no he dejado de sumergirme en un mundo que me resulta delicioso y cómodo por la facilidad de lectura, no necesariamente por los sentimientos que me provoca. 
La capacidad que tienen de reflejar una realidad que muchas veces nos es desconocida y descubrirnos un mundo que, quizá, ni siquiera imaginemos me parece maravillosa, bien porque no queremos descubrirlo, bien porque no podemos.
Y en este ámbito se desarrolla el «Pyongyang» de Guy Delisle, y casi el emblema actual de la combinación de estas dos circunstancias.
Corea del Norte es, tal vez, el país más hermético y desconocido del mundo. Lo que sabemos está contado por sus enemigos, por los que han desertado o por los pocos extranjeros que han tenido la oportunidad de pasear por sus calles de reducto comunista, y es inevitable que esta información esté si bien no mediatizada, sí que tremendamente influenciada y sea parcial, porque desde luego el mundo no es como lo vemos, sino como el conjunto de gente que lo ve. Y con esto no digo solo que la información que recibimos esté sesgada —que lo está—, sino que cuando viajamos recorremos los mejores sitios, los más emblemáticos, y nos olvidamos de los más pequeños o los más alejados. 
Quizá sea este último grupo, el de los extranjeros que pasan allí una temporada bien por trabajo o bien por turismo, el que menos sesgado esté porque tiene la experiencia directa de haber estado allí y aun así no me parece infalible, pero esto es lo que nos ofrece Delisle en su historieta, la visión obtenida a través de su estancia en el país y su relación con distintos individuos, tanto norcoreanos como extranjeros que igualmente hacen allí su trabajo.
El dibujo, desde luego, es genial.
Algo que siempre me pasa cando leo este tipo de obras es que me entra una envidia tremenda por no ser capaz de dibujar, o al menos hacerlo con un mínimo de criterio para crear algo identificable, pero me gusta poder encontrar este tipo de novelas, tan válidas como la que más, y, como digo, muy reveladoras; hasta cierto punto me parecen más libres, más capaces de transmitir, porque el ser humano es un animal vago por naturaleza y solemos preferir «algo con dibujitos» aunque tenga una tremenda carga detrás de esos dibujos que nos suele impactar por lo imprevisto.
Así que hoy os ofrezco este pequeño viaje a uno de los lugares más remotos del mundo y espero que os guste tanto como me gustó a mí cuando llegó a mis manos hace muchos años.

7 de febrero de 2019

Cantar de Mío Cid, Anónimo


Aun a riesgo de crítica, vapuleo, queja o denuncia, debo atusar mi alma de filóloga y bibliófila empedernida para que vayan a la par y soltar una declaración personal —sobre todo muy personal— y contundente: para mí y aunque me guste e indiscutible y objetivamente haya supuesto un antes y un después en la literatura, globalmente hablando, «El Quijote» no es la mejor obra de la literatura española, ni medieval, ni renacentista, ni moderna ni contemporánea, y así caiga sobre mí un huracán bibliotecario me confirmo en mi afirmación y declaro que la mejor sin ninguna duda —y siempre bajo mi criterio— esta maravilla que os traigo hoy, el «Cantar de Mío Cid».
Como digo, el hijo literario de Cervantes supone un hito en la literatura, un antes y un después, pero desde mi corazoncito de ratoncita de biblioteca no puede compararse con este cantar de gesta anónimo que aún hoy después de más de ochocientos años sigue estudiándose y destripando para descubrir todos sus resquicios, aunque Menéndez Pidal dejó todo estudiado respecto a él.
Raro es que no se conozca el argumento de esta obra maestra de la literatura medieval española, cuando el castellano medieval comenzaba a estabilizarse y a florecer y el amor cortés pululaba por la sociedad de estratos más altos.
Es la historia de los últimos años de Rodrigo Díaz de Vivar, «el que en buen hora nació», después de su condena al exilio por el rey Alfonso VI y haber perdido su favor y las hazañas que lleva a cabo para recuperar el honor primero, por las habladurías malintencionadas que le llevan a apartarse de su mujer y sus hijas, y después para recuperar la honra por las infamias a sus hijas de parte de los infantes de Carrión. El Cid, grande entre los grandes por sus virtudes, su mesura y su humanidad, consigue recuperar el estado anterior mejorándolo, quedando resuelto tras sus hazañas y conquistas y formando parte de la familiar del rey que un día le apartó.
Para mí este cantar es el paradigma de la literatura.
Es la estabilización del castellano como lengua vernácula al comenzar a aparecer una literatura de calidad, con figuras retóricas y versos bien formados, así como el uso que se hace de las fórmulas juglarescas aparecidas a lo largo del texto.
El origen de imitaciones y variaciones posteriores y, por qué no decirlo, el viaje a través de la jurisprudencia castellana de la época, la geografía y las cuestiones y habilidades sociales de la Edad Media dejan patente que es uno de los libros olvidados, a pesar de los estudios que se han hecho sobre él, y que se debería profundizar en sus versos. 
Quizá este interés mío venga porque, aunque se tienen vagas ideas acerca de la autoría, todavía se considera anónimo.

3 de febrero de 2019

Charlie y la fábrica de chocolate, Roald Dahl


Estoy absolutamente convencida de que aunque no hayáis leído ningún libro de Roald Dahl por lo menos habréis visto alguna película inspirada en su obra literaria. 
Seguramente os suenan títulos como Matilda, James y el melocotón gigante, Las brujas o Charlie y la fábrica de chocolate —si bien la primera versión que se hizo de este libro que os traigo hoy se llamó en España «Un mundo de fantasía» y estuvo interpretada por un maravilloso Gene Wilder en el papel de Willy Wonka. 
Intento traer siempre que puedo algo de literatura juvenil e infantil porque también me parece trascendente aunque quienes pongamos nuestras manos en esos libros seamos más o menos adultos. Siempre gusta sumergirse —a mí por lo menos— en la nostalgia de tiempos que, salvo excepciones, siempre nos parecerán mejores y recordar con el libro nuestros sentimientos, amén de que conociéndolos quizá podamos regalarlos o recomendarlos a alguna criatura que conozcamos. 
Es la historia de Charlie Bucket, un niño muy pobre pero muy bueno que, tras una serie de circunstancias, acaba ganando uno de los cinco billetes dorados que el misterioso Willy Wonka ha puesto a la disposición de los niños del mundo para guiarles por su fábrica de chocolate tras una época de hermetismo por un espionaje industrial salvaje. 
Con este billete y el paseo se ofrece un fantástico premio que les será dado al final de la visita. Junto con él ganan el billete —mediante diferentes argucias— cuatro niños, glotones, malcriados, soberbios y estúpidos niños, que precisamente por estas características acaban abandonando la visita en distintos puntos de la misma hasta dejar a Charlie como único visitante y ganador del premio final a través de las salas de la fábrica de chocolate, a cada cual más desconcertante y maravillosa, incluso sin sentido, porque, como el propio Charlie afirma en una de las películas, «las golosinas no tienen sentido».
Debo reconocer que las adaptaciones cinematográficas de esta novela son de las pocas que no me parecen viles atentados literarios —exigente que es una— y ambas me parecen recomendables, si bien es cierto que le guardo más cariño a la primera que se hizo, quizá porque la vi con mi abuela y eso despierta todos los sentimientos buenos que me produce esta película. 
Evidentemente la película actual dirigida por Tim Burton tiene unos efectos especiales asombrosos y un colorido fantástico que la hace, si cabe, aún más atrayente, pero realmente no tiene nada que envidiarle a la protagonizada por Gene Wilder, surrealista, fantástica y divertida aun con las limitaciones propias de hace casi cincuenta años.