31 de julio de 2019

Animal, Colo


Llevo mucho tiempo pensando en este cómic, en cómo me cambió la vida y en que debería traerlo más pronto que tarde; primero por el favor que me hicieron escaneándome la portada que no encontraba por ninguna parte en una calidad decente que yo considerara apropiada para ilustrar la entrada —gracias, sé que me lees—, y segundo porque de verdad que, al margen de zarandajas, este es un cómic que te cambia la forma de ver la vida y no estoy exagerando en absoluto. 
De un tiempo a esta parte estoy dejándome querer por los cómics y especialmente por los autores españoles de cómic. Si  estamos versados y pensamos en la novela gráfica actual a nuestra mente viene enseguida el nombre de Alan Moore o el de Frank Miller, por mencionar solo dos, pero muchas veces nos olvidamos de delicias como las de Paco Roca, Miguelanxo Prado o el de Colo, autor de esta obra que os traigo hoy. 
La premisa de la que parte es bastante original, si es que se puede calificar así. 
Nuestro protagonista quiere dejar de ser humano. Quiere renunciar a su humanidad y para ello hace todo lo posible, desde recurrir a un abogado hasta seguir adelante a los juzgados, pero no nos cuenta directamente por qué. Los motivos nos lo dan los personajes con los que se cruza en su vida y que le han tratado siendo estos los que vertebran la historia de nuestro protagonista. 
De él se habla en tercera persona: este nos cuenta que siempre ha sido callado y que parecía estar de acuerdo en todo, aquel nos enseña que en cierto modo siempre ha estado de paso, observando, ignorando, que hasta de niño era raro, y a través de él y sus acciones, y, sobre todo, de sus deseos, Colo nos enseña que somos reflejo de él, como individuos y como sociedad. 
La sociedad está deshumanizada, el sueño de la razón ha producido monstruos y nos escudamos en el Ellos, en que los monstruos son los demás para no ver que nosotros también lo somos y que estamos ciegos a ese hecho, ¿pero realmente está todo tan perdido como para ser ajenos a la realidad?
Por eso creo que este es un cómic de lectura obligatoria, si bien recomiendo que no se lea en un momento de bajo ánimo porque toca cada una de nuestras fibras al hacer que nos replanteemos si esa pérdida de humanidad que persigue el protagonista con tanta ansia ya es un hecho y esta pretensión es únicamente un conjunto de palabras. 
Mediante sus páginas llegaremos a conocernos un poco más a nosotros mismos, pues este cómic es acaso un espejo. La única advertencia que tengo que haceros es que quizá no nos guste lo que veamos en él. 

27 de julio de 2019

Ada o el ardor, Vladimir Nabokov


Si algo tuve claro cuando leí «Lolita» —que os traeré con el tiempo— es que estaba delante de un grandísimo autor, un autor paradigma de lo transgresor y crítico y mordaz como él solo. 
Y no es por convención general, como habitualmente suele pasar, sino que os lo afirmo tan rotundamente y siempre bajo mi opinión porque lo he comprobado sumergiéndome de lleno en sus obras siguiendo un orden un tanto especial. 
Es cierto que comencé con la más famosa de todas, no por predilección, sino porque, obviamente, al ser la más famosa era la que sabía que iba a ser más asequible en esta ciudad en la que la carencia suele brillar por su permanente presencia, y este descubrimiento que hacía tiempo que me venían recomendando hizo estragos en mí, aunque eximiendo la palabra de cualquier sentido peyorativo. 
Vladimir Nabokov abrió en mí una nueva perspectiva de la literatura rusa que siempre había esquivado. 
La novela que os traigo hoy es la que el propio autor calificaba como su favorita, una saga familiar, un género bastante curioso en el que veo que para entender el presente de la familia hay que entender, principalmente, el pasado de sus ancestros. 
Para mí esta novela es un ejemplo de manual de lo que Nabokov puede llegar a conseguir con lo que aparentemente puede resultar tan sencillo como unas letras. Aquí sigue rompiendo moldes, los pocos que le quedaban tras haber hecho de «Lolita» su estandarte crítico. Deja lo correcto a un lado para narrar en flashback las causas del presente y, en un amor aparentemente inocente entre primos —algo que, por otro lado, en la época en la que se ambienta el libro era más habitual que ahora—, asienta las bases de algo mucho más oscuro y desconocido, producto de relaciones furtivas, del incesto más puro y de anacronismos técnicos que rozan lo divertido por cómo consigue encajarlos en años en los que ni siquiera pasaban por la cabeza de los inventores. 
Tengo que decir que me impactó. 
No solo por los temas que trata que, aparentemente, resultan hasta frívolos, sino porque consigue convertir lo que a simple vista se trata de un libro de sexo por el sexo en pensamientos de trascendencia filosófica en el sentido de que deja las miguitas justas para que construyamos en nuestra cabeza las preguntas necesarias para plantearnos el por qué de haber llegado hasta allí, de las consecuencias de los actos. 
Como bien dice el título, es el ardor en todas sus formas el que encontramos en estas páginas, y espero sinceramente que lo disfrutéis en estos días de verano. 

23 de julio de 2019

James y el melocotón gigante, Roald Dahl


A veces, en un ejercicio de introspección extraordinario, llego a la conclusión de que no querría ser así, pero aunque a veces lo he intentado con todas mis fuerzas —con resultados dispares— no puedo cambiar por más que lo he intentado cuando las circunstancias han sido emocionalmente adversas. 
Soy un oso amoroso bañado en miel y espolvoreado en azúcar glas la mayor parte del tiempo, aunque como persona pasional también puedo ser terrible en la ceguera que da el dolor. 
Pero como hoy puede más la parte de oso amoroso y echo de menos unos abrazos que tendré, por fin, dentro de muy poco, me he acordado de uno de los libros que más me gustaban cuando era pequeña, uno de los libros que rompí literalmente de tanto leerlo y eso era muy difícil porque siempre he sido extremadamente cuidadosa —hasta el punto de rozar la obsesión, creedme— con las cosas que me han gustado, pero ya sabéis que a las tapas blandas las carga el diablo y por eso no me gustan nada de nada. 
De todas formas esa es la única pega que podría ponerle a este libro de Roald Dahl que tantas veces me ha animado, porque lo cierto es que para mí es una de las mejores obras de literatura infantil que ha habido o habrá. 
Aunque esto, siendo sincera, es aplicable a toda su bibliografía.
Como digo, este es un libro maravilloso en toda su extensión a pesar de que la premisa de la que parte es un poco triste. 
James es un niño huérfano que vive con sus malvadas tías y que le tienen acogido desde la muerte de sus padres, si bien decir que está acogido es una expresión demasiado amable para lo que le hacen. Un día encuentra a un extraño que conoce su situación y le afirma que le brindará la felicidad si hace lo que le dice con un regalo que le hace, pero por un tropezón acaba creando el melocotón gigante que será el túnel a un mundo mágico, con habitantes igualmente mágicos que le alejarán de todas las penalidades a las que se ha visto sometido durante la parte de vida que ha pasado con sus tías. 
Me ha gustado volver a sentirme pequeñita emocionalmente por un día y volver a sus páginas gastadas. 
A veces también me gustaría encontrar la forma de hacer gigante un melocotón, aunque fuese por accidente como le ocurre a James y vivir todas las aventuras que vive con sus moradores.
Sobre todo en días como hoy. 

19 de julio de 2019

Ana Karénina, León Tolstoi


Seguramente es bastante obvio pero el siglo XIX me fascina casi tanto como la Edad Media.
Es extraño porque, aunque creo que no me hubiera gustado vivir en la época —y me reservo los motivos— sí que me encanta leer acerca de ella, me gusta empaparme de todo lo que llega a mis manos referente a un siglo de luces y de sombras como fue el XIX. 
Siempre he dicho que la literatura es el reflejo de la sociedad en la que se desarrolla, es hija de su tiempo, y creo que ninguna corriente como el realismo es capaz de abofetear las miserias de su época. Y es en este contexto donde León Tolstói, en su madurez, pergeña el devenir de nuestra Ana Karénina. 
El adulterio es el eje central. Y, aunque no es nada nuevo, me parece interesante el modo en que lo trata. No es que hayamos cambiado demasiado de mente respecto a aquellos años, pero ahora nos escondemos tras una liberalidad tolerante que realmente no refleja lo que la mayoría piensa.
Ana se erige como mediadora en una situación en la que ella misma se encontrará, y aunque en un principio parece adecuada su actuación en cuanto a las normas de la época se refiere, sdespués se convierte en el baluarte de la apertura, contraviniendo el encorsetamiento hipócrita para decidir por ella misma y no por los demás.
Tolstói siempre me recuerda una cierta estructura binaria. Normalmente, o así lo interpreto yo, suelen ser dos líneas que discurren paralelas, a veces opuestas. En este caso son los personajes de Ana y Lyovin y la contraposición de la pérfida vida urbanita que corrompe con su sola presencia y la apacible vida rural, epítome de todas las virtudes posibles y que apacigua, o en cierto modo palía, las deficiencias de un ser humano, proscrito e imperfecto por naturaleza. 
Ya sabéis que siento especial inclinación a sumergirme en libros en los que la crítica social es importante, ya sea de forma alegórica o de forma directa, y este es uno de los de la segunda opción. 
Una novela realista rusa no necesita explicación en el sentido de que hasta el más ínfimo detalle queda representado, porque es válido y necesario para argumentar y sustentar la situación que plasma.
En Ana Karénina el blanco de la crítica es la alta sociedad rusa de la época, altamente hipócrita, que se permite el lujo de denostar aquello que ellos mismos llevan a cabo, con la única finalidad de mantener su posición elitista que controla los destinos y los intereses de los demás. 

15 de julio de 2019

Emma, Jane Austen


Como ya habréis supuesto dado que he hecho más de una referencia a ella siento especial debilidad por Jane Austen y su obra. 
Bueno, más bien por las heroínas protagonistas de sus libros.
Todas ellas me parecen maravillosamente bien construidas, cada una es para mí una faceta de una única personalidad, la de su autora, y si juntamos a Fanny, a mi adoradísima Elizabeth y a tantas otras que todavía no he traído pero que prometo traer junto con la protagonista del libro que hoy nos ocupa, Emma, seguramente encontremos a la Jane Austen que se debe leer entre líneas, a la que quizá todavía desconozcamos. 
Yendo al asunto de las facetas, la de hoy es la más hilarante y, tal vez, irreverente de todas, y digo irreverente porque Emma es una suerte de Celestina moderna con sus amigos pero que, sin embargo, una vez su institutriz se casa, se da cuenta del profundo vacío existencial que es su vida, de que, quizá, no todo sea tan divertido como los enredos que crea con sus tejemanejes y son precisamente estos los que la enfrentarán a una realidad a la que debe sobreponerse, pero siempre manteniendo el cariz cómico detrás de sus acciones, porque, al fin y al cabo, si lo pensáis la vida no es más que una tragicomedia patética en muchos casos.
Es la causa del aburrimiento existencial que siente Emma la que la inclina a tales devenires, puesto que su posición económica y el cariño familiar está asegurado, y aunque es inteligente, no es una heroína al uso, puesto que no lucha abiertamente; su lucha es hacer de alcahueta.
Lo cierto es que, aun dentro del estilo tan personal de Austen, que ya es decir mucho, este libro es deliciosamente frívolo, como un reflejo de la alta sociedad de la época cuyo único afán era el de mantener las apariencias, casar a las hijas con buenos partidos para que, a su vez, tuvieran más hijas que casar con otros maridos ricos que las mantuvieran y que continuaran el statu quo que se había creado en la época y a lo largo de los siglos.
Cuando lo leía pensaba en que la a veces exasperante señora Bennet encajaría perfectamente en este mundo que crea Emma, casi como una versión joven de ella. 
Sin embargo, a pesar de esta frivolidad, es un libro divertido y encantador, porque en esta frivolidad que menciono encuentro la más profunda ironía de la Jane Austen más capaz y eso me fascina.

10 de julio de 2019

Zona uno, Colson Whitehead


Sin que sirva de precedente debo admitir que poco a poco me estoy sumergiendo más en el mundo de los zombis. 
No sé si porque, por suerte, va pasando el furor por la novela erótica —y no es que no me guste, la disfruto mucho en el sentido más amplio de la palabra, pero considero que la dosis hace el veneno— o porque, en realidad, voy progresivamente endureciendo mi aprensión y mi miedo —que es mucho todavía, os lo aseguro— y pensando que el hecho de que te coma el cerebro un zombi no es, al fin y al cabo, una opción tan mala. Especialmente en épocas de hastío. 
Colson Whitehead ha sido el primero que en un libro serio de zombis —un día os traeré el «Lazarillo Z» y sabréis a qué me refiero en lo que respecta a la seriedad— ha conseguido que me enganche de verdad y que acabe en cierto modo pensando que un apocalipsis de estos que han predicho tantos libros y series al mismo tiempo no es necesariamente malo.
Desde luego, la hipótesis inicial con la que se sostiene el libro es la básica, la de una epidemia de un virus malo malísimo que ha dividido a la humanidad en sanos y en zombis, una zona acordonada —exacto, lo habéis adivinado, la zona que da nombre al libro— que supuestamente contiene la enfermedad y que, naturalmente, esconde secretos no excesivamente agradables.
Sin embargo, lo bueno a mi parecer de este libro es que no necesita de grandes cambios o invenciones para hablar de algo totalmente nuevo: Colson Whitehead trasciende el bicharraco comecerebros —permitidme la expresión— habitual hacia una reflexión filosófica que no deja de ser una terrible metáfora de nuestra realidad, empleando la zombificación ficticia para ilustrar la que padecemos hoy en día bombardeados por anuncios y hasta por la gente que nos rodea, una zombificación que nos reduce a meras caricaturas de nosotros mismos y que, en última instancia, nos destruye como personas y, por extensión, como humanidad. 
La contraparte es que no encontramos algo demasiado dinámico en según qué fragmentos porque el autor es muy puntillista en su narración, que, si bien en determinados momentos es densa, no deja de ser perfectamente brillante la mayor parte del tiempo.
No sé si la metáfora que yo veo y que menciono más arriba es fruto de la abulia general, pero me ha parecido interesante porque no esperaba encontrar tal vez una reflexión así en un libro del estilo.
A veces los prejuicios nos privan de cosas tan interesantes. 

6 de julio de 2019

Fahrenheit 451, Ray Bradbury


Después de unos días de meditación trascendental vuelvo con este clásico de la distopía escrito por Ray Bradbury en 1953 y que fue producto del terror vivido en los Estados Unidos de su época durante la caza de brujas llevada a cabo por el senador McCarthy en contra de un supuesto comunismo que amenazaba con destruir la esencia americana, si bien y dadas las circunstancias podría haber sido escrita hoy y no nos sosprenderíamos ni levantaríamos la ceja más de lo normal. 
El título hace referencia a la temperatura a la que arde el papel, y Bradbury nos cuenta en esta distopía la historia de Guy Montag y su sociedad. Él es un bombero que no apaga fuegos, sino que los produce. Su función laboral es quemar libros, ya que leerlos impide que la felicidad reine y que la igualdad caiga puesto que, al leer, descubre el individuo las diferencias. 
Un día conoce a una muchacha que le hace cuestionarse y preguntarse si realmente lo que hace es lo que quiere hacer, lo que debe hacer, y en uno de los incendios debe provocar en la biblioteca de una vieja mujer roba uno de los libros, rescatándolo así de su fatal destino y sellando el suyo propio. 
Los ideales de la mujer se hacen patentes cuando es ella misma la que prende su biblioteca, y esta acción tan valiente como desinteresada llevará a Montag a una profunda reflexión que un conocido, el profesor Faber, le aclara. Montag se da cuenta de lo banal de su vida, de lo emotivo de la lectura y, a pesar del riesgo, lee a su mujer y a sus amigas —cuya vida pasa delante de una pantalla con la que interactúan— un poema, y la reacción le hace decidir enfrentarse a su jefe. Sin embargo, una alarma les impide continuar: tienen un aviso y es su propia casa la que debe arder. 
El desenlace a partir de aquí creo que es obvio, pero no me gustaría revelároslo antes de tiempo si sucede que no la habéis leído.
Creo que, además de la evidente cualidad profética que parece tener Bradbury respecto a lo que escribe hablando de esas pantallas enormes y los coches tomando velocidades impensables para la época, es un libro que da que pensar, ya no por la proclamada crítica a la época en la que se escribe el libro, sino porque a veces los ideales se oponen a lo debido, y, en ocasiones, elegir lo correcto no resulta sencillo ni evidente. 
Hubo una película en 1966 con el mismo nombre que fue la que me hizo descubrir el libro. Fue mi profesor de Filosofía el que me la prestó pensando que me gustaría y no se equivocó, y es de hecho una de las pocas adaptaciones cinematográficas de libros de las que no me desharía. 

2 de julio de 2019

El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde


Hace muchísimo tiempo que quería traeros este delicioso libro que hoy nos ocupa. 
La leí por primera vez cuando tenía unos quince años, nos la mandaron en clase, en una de estas asignaturas raras que ponen para rellenar horario y que creo recordar que se llamaba "Preparación para el estudio y el trabajo" o algo así y en la que en realidad, lo único bueno, consistía en hacer fichas y más fichas y leer libros. Hace poco, sin embargo, la volví a encontrar en mi estantería y me picó la curiosidad y decidí comprobar si mi punto de vista era el mismo o había cambiado respecto a esa época.
Siguió pareciéndome fantástica, para qué mentiros. 
Esta maravillosa obra de Oscar Wilde es un relato gótico de terror fascinante, un clásico de la literatura, y os lo digo a sabiendas de que no todos los clásicos por ser clásicos son buenos. Por suerte este no es el caso. 
En estas páginas, el irlandés nos narra la historia de Dorian Gray, un joven excepcionalmente hermoso que es retratado y su pintor se encapricha de él. El hedonismo en su vertiente más cruda se hace patente en la obra y en las frases que salen por la boca de Dorian cuando charla con el amigo del pintor en sus jardines, con Lord Henry, y dándose cuenta de que la belleza, como la vida, es efímera, hace un pacto, desea no envejecer nunca, de ser siempre terriblemente bello, de poder dedicarse a la perversión —entendida en la moral victoriana— y a la búsqueda más extrema del placer, y este deseo se le cumple, sufriendo los achaques del tiempo el cuadro en lugar de él.
Podría parecer banal esta historia de no ser por lo fantástico que subyace en la novela. 
Todos los actos, todo el libertinaje y los pecados tienen un precio, y este precio se refleja en el cuadro, que siendo una suerte de reflejo del alma del muchacho sufre todas las consecuencias.
En determinadas circunstancias nos podría resultar violenta la historia, pues al fin y al cabo es una bofetada de moral y de realidad que, quizá, nos venga sin esperarla. Sin embargo, lo que en su momento realmente me impactó es que se escribiera a finales del siglo XIX, en una sociedad oprimida real y virtualmente, que es capaz de encarcelar y denostar a todo aquel que rompa el statu quo que las reglas imponen como modo de vida. 
Por eso para mí este libro es un acto de expiación amén de un acto de rebeldía, otro punto de vista posible, si bien no se pierda el carácter moralizante detrás de todos esos actos de libertad y satisfacción.