15 de febrero de 2019

La lluvia amarilla, Julio Llamazares


A veces se me hace complicado sentarme frente al ordenador, abrir una nueva entrada en blanco y ver cómo se pasan los minutos y soy incapaz de escribir. 
La solución lógica es cerrarla y luego al rato volverla a abrir, pero se repite una y otra, y otra vez hasta que me canso y ya no la abro más.
En este proceso des-creativo acabo agobiándome, porque aunque en ocasiones me cabree y no tenga fuerzas para seguir escribiendo el blog, este pequeño anaquel donde os cuento con mayor o menor acierto lo que pienso de los libros que he leído, forma parte importante de mi vida y entonces solo busco libros que me lleven a reflexionar y a hacerme pensar en por qué no puedo hilvanar más de dos palabras seguidas que construyan algo decente. 
Julio Llamazares es uno de los autores que me suelen ayudar en estos momentos aunque sea esta la primera vez que os lo traigo.
Este libro que os traigo hoy, por cierto, me recuerda terriblemente a «Cinco horas con Mario» del tristemente desaparecido Miguel Delibes por el estilo y la estructura y que está en mis planes de futuro para el blog. 
Es por su estilo y su estructura, por el monólogo perfecto que desarrollan sus páginas y que se extrapola desde el anciano protagonista, último habitante de un pueblito aragonés del Pirineo hasta cada paso que da por su memoria, por el recuerdo, y también por el olvido. 
Porque no es solo su vida la que está por acabarse, son todas las vidas que le han ido abandonando poco a poco, casi con cuentagotas, entre los que se fueron y los que se tuvieron que ir de un lugar cada vez más cubierto por el tiempo y destinado a desaparecer. Sin embargo, aquellos que se han ido, aunque le han dejado huella y le han convertido en el anciano que se decide a contar su historia con los respectivos saltos hacia atrás para justificarse, son solo actores secundarios que pasan de puntillas por la trama y solo toman forma en el momento en que les tocó vivir.
Es un libro muy triste, y precisamente su plasticidad es la que lo hace tan triste, porque es real y porque es hermoso. 
Porque, a la postre, todos acabaremos siendo el viejecito que recuerda los días vividos mientras ve venir los días que se le van, y porque a pesar de lo costumbrista de la historia, que no negaré que lo es, es preciosista, cada detalle cuenta, aunque a la vez cada detalle es solo tramoya.
Y también porque es el reflejo de una época y de una sociedad que, como en bucle, estamos viviendo ahora en parte. 
El paulatino despoblamiento ya no se produce como un sangrado imparable, más bien al contrario. La gente, acuciada por deudas y por otras causas, huye de la ciudad, del dios de hormigón, para refugiarse en los pueblos de antaño y así sobrevivir como se hacía en los viejos tiempos, pero a veces esta huida no se da hacia el ancestral pueblo, sino que aparece extramuros, fuera del país, buscando acaso una tierra prometida que tampoco puede ofrecer nada más que migajas, y esta es la parte más presente en el libro, en los que se tuvieron que ir para poder vivir, y quizá sea este otro punto más para reflexionar, el reflejo de lo cíclico del tiempo.
Ya sabéis, al fin y al cabo no es tan malo hacer retrospectiva de vez en cuando.

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