1 de octubre de 2019

Baila, baila, baila, Haruki Murakami


No sé por qué extraña razón solo os he traído en este año largo de vuelta del blog únicamente un libro de Haruki Murakami
Es un autor que me produce sentimientos encontrados. Admito que preferiría que le dieran el Nobel porque ya hemos llegado a un punto en el que la eterna nominación debe suponerle una carga mental dolorosísima —o quizá le da igual, vaya usted a saber—, pero únicamente por esa razón. 
No me parece mal autor, de verdad que no, incluso lo disfruto bastante en épocas en las que necesito no pensar y leer en modo automático, pero supongo que todos tenemos épocas de ese estilo. Lo que me chirría es que una vez has leído cinco o seis libros suyos —por poner una cifra— encuentras siempre las mismas cosas, y podríais decirme que es metaliteratura, que sus libros conforman un universo propio y que por eso sucede, pero en mi humilde opinión de lectora ávida creo que trasciende la metaliteratura.
En cualquier caso, vayamos al lío.
Nuestro protagonista es un redactor freelance cuyo nombre desconocemos que poco a poco se va acercando a la mitad de su vida y se siente tan vacío que precisa volver a su pasado para reencontrarse a sí mismo. 
Con esta excusa, tan válida como otra cualquiera, Murakami nos hace un recorrido por Japón y su geografía, e incluso va más allá dando respuestas a aspectos de su vida que él creía olvidados o acaso inexistentes.
«Baila, baila, baila» es uno de los mejores ejemplos de las características de la escritura de Murakami: adora las metáforas. Si puede construye un mundo solo con ladrillos hechos de metáforas y por eso su obra roza el surrealismo —a veces se mete de lleno en él— y muchas veces necesitamos hacer uso de referencias para encontrarle el sentido, si lo encontramos, a las páginas que escribe.
En esta búsqueda que nuestro protagonista hace yo veo un ciclo, una especie de espiral de crecimiento —cuyo inicio es el mismo de su final— que sucede desde lo más profundo, donde está hundido, hasta la búsqueda de sus porqués, siendo este el final de ciclo, y como si fueran los círculos de Dante va recorriendo la nostalgia, la melancolía, la soledad y después se descubre en la cima del mundo intentando resolver el vacío de su existencia en el que se halla sumergido. 
Murakami se vuelve a prodigar en este libro en la fina línea que divide la realidad real y tangible de la realidad onírica para encontrarse a sí mismo mientras se personifica en su personaje, y qué queréis que os diga, este tipo de lectura me gusta mucho cuando necesito desconectar porque si bien puede resultar complicada a mí me centra, necesito activarme para poder comprender y disfrutar la obra. 
En ella se advierte ya la simbología clásica del Murakami más obsesivo, valga la expresión, y debo reiterarme en que, en efecto y sin duda, todas sus obras están entrelazadas y en mi caso me parece que esta cercanía sucede especialmente con otra de sus novelas, la cual no voy a desvelar —pues sería descubriros parte de la trama— y os invito a que me digáis cuál pensáis que es. 
Podemos considerarlo un juego, ¿no os parece?

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