5 de octubre de 2019

Réquiem, Anna Ajmátova


Este mes ha llegado más pronto de lo que yo misma esperaba —y os aseguro que lo esperaba con una ansiedad que admito que no es normal— y empiezan a pasar los buenos días en los que me despierto arropada por las noches de madrugada. 
Sin embargo, aunque han sido días felicísimos y preveo que los siguientes también lo serán, llenos de naturaleza y amor, me apetece traeros este libro de Anna Ajmátova que hoy nos ocupa porque creo que el amor tiene muchísimas formas diferentes y porque el adiós, cerrar una etapa de dolor y sobreponerse a él y regresar más confiada y más fuerte también es amor, amor a nosotros mismos, ese que a veces nos falla y que debemos cultivar; yo también, lo admito.
El mejor réquiem literario que he encontrado —lo cual no quiere decir que no los haya mejores— es el que escribió Anna Ajmátova, una de mis poetisas de cabecera. 
En esta obra no es solo ella quien habla, la que sufre, esta obra pretende ser una especie de altavoz de todas las mujeres rusas que perdían a sus seres queridos en la guerra, las que veían que todo por lo que habían luchado no había servido de nada, porque de todas formas una guerra cruel se estaba llevando cualquier resquicio de vida y la incertidumbre era lo único cierto en sus vidas.
Siempre he pensado que este poemario es la ratificación de que la inocencia ya se ha perdido y que todo lo que queda es muerte. 
Os preguntaréis por qué y yo os respondo: la duda es la compañera de la esperanza, intentando imaginar que quien se ha perdido para siempre ha podido ser por un equívoco, un cambio de uniforme o una deserción, y eso también es inocencia, la que protege las mentes de la ruptura total.
Estos poemas son hijos del desgarro, del dolor y de la desesperanza más pura, pero a la vez son como un bálsamo que tranquiliza, quizá es por la certeza de que todos acabaremos muertos y con suerte la nuestra no será una despedida tan terrible como la de los soldados en el frente o en las cárceles. 

Diecisiete meses de clamar, 
a la casa te convoco, 
a los pies del verdugo me he arrojado, 
mi hijo y mi horror.
Todo se ha dañado para siempre
y ahora no puedo discernir
quién es la bestia y quién el hombre, 
ni cuánto he de esperar para la ejecución.
Y solo las bellas flores, 
el incienso, las campanas
y las huellas en algún lugar de la nada.
Y una enorme estrella me mira
firmemente a los ojos y con una muerte
inminente me amenaza.

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Ya la locura ha cubierto,
con sus alas, la mitad de mi alma,
le da de beber vino de fuego, 
y la atrae hacia el negro valle.

He comprendido que a ella
he de ceder la victoria,
dando oídos a mi delirio
como si fuera el ajeno.

Y no me permitirá 
llevar nada conmigo
(por mucho que le suplique 
y le importune con mi ruego):

ni los terribles ojos de mi hijo,
petrificados por el sufrimiento,
ni el día en que llegó la tormenta,
ni el adiós al concluir la hora de visita.

Ni la amada frescura de sus manos,
ni las sombras agitadas de los tilos,
ni el tenue y remoto sonido...
de la última palabra de consuelo. 


Estos son los dos que más me han llegado, precisamente porque en ellos se conjugan todas estas cosas de las que os he hablado más arriba y, a la vez, caracteriza al hombre como su peor enemigo, ya que le ha arrebatado todo lo que más quería para dejarla con lo único cierto que tiene.

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