No puedo remediarlo, tengo especial predilección por las portadas y las más de las veces, sobre todo ahora que soy relativamente mayor, suelo guiarme por ellas a la hora de elegir un libro.
Sé que no debería, lo sé, pero de momento mi instinto no me ha fallado y siempre me ha sorprendido para bien mi elección, principalmente porque con algo tan vago como es el hábito suelo decidir cómo es el monje.
Esta portada la vi hace mucho tiempo como enlace en una página de Facebook y ya no pude despegarme de ella, pero ha pasado un tiempo hasta que he podido dejarme llevar por sus páginas y por la literatura de Pierre Szalowski, porque lo cierto es que era primeriza en este autor y nunca había disfrutado de su prosa.
¡Cuánto tiempo me lo he perdido!
Ahora que por suerte he enmendado este pequeño error literario —mea maxima culpa— he decidido traéroslo para que vosotros también disfrutéis de esta pequeña joya que personalmente me ha encantado.
A veces la felicidad es algo tan laxo como la creencia que la fundamenta y este hecho se pone en tela de juicio en la navidad de 1998.
El protagonista es un niño de once años del que no conocemos el nombre —él mismo afirma en cierta parte que conocer su nombre es una tontería— y que nos va presentando a la gente que le rodea y que conforma su vida, y es en esta navidad que ocurren dos sucesos antagónicos que le van a marcar la vida: sus padres le regalan una cámara de vídeo carísima y maravillosa, pero a la vez le regalan una mala noticia, se van a separar.
¿Qué niño quiere que sus padres se separen? Pues él decide pedir una especie de milagro de navidad, que el cielo se confabule contra todo y que obviamente la historia acabe bien.
Lo único malo es que cuando creces te das cuenta de que quizá algo tan horrible, con algo de perspectiva y tiempo de por medio, puede resultar lo mejor y de que el hecho de querer que una historia adversa acabe bien no significa que acabe como nosotros queremos o que la forma en que queremos que acabe sea la buena, y por eso me ha gustado tantísimo este libro. El narrador, la historia se cuenta a través de los ojos de un niño, y no me negaréis que a través de los ojos de los niños las historias se dulcifican y se rodean de una pátina de qué sé yo que reblandecen cualquier defensa que hayamos tendido.
Pensad en la magia, en la inocencia de un niño cuya única motivación en la vida aparte de la obvia es tener a su familia unida y feliz, y ve que escogen una de las épocas más divertidas para un niño para darle una noticia así de horrible para él.
Ahora pensad en lo mismo pero en el lugar de un adulto, para alguien que en el mejor de los casos considera la navidad como un mero trámite, que se separa de su pareja y en las peripecias necesarias para volver con ella: ¿realmente creéis que hubiera pedido un milagro? ¿pensáis que el milagro no sería otro diametralmente opuesto al que pide el niño?
Creo que aunque el momento del año en que se ambienta la trama es importante porque no deja de ser una época en la que surge lo mejor y lo peor de la gente es, en parte, secundario, únicamente el decorado que pedía la trama.
No sé qué pensáis, ¿la época marca la predisposición humana?
Es decir, si el esfuerzo que hace la gente por aparentar algo que no es —la mayor parte de las veces en la edad adulta este tipo de celebraciones se presta a que la familia se reconcilie y cuanto antes mejor, antes de que el frío, y no me refiero al literal, modifique la trayectoria vital, antes de que sea demasiado tarde para reconducirlo— es algo necesario, si realmente sirve de algo fingir algo que no somos para estar a gusto con nosotros mismos.
Ahora que veo que se acerca la fecha y que este año la idea me gusta menos que nunca me surgen estos debates conmigo misma que siempre pierdo.
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