6 de julio de 2021

Moby Dick, Herman Melville

Tras una racha en la que la novela de aventuras copó casi todos los libros que me leía —supongo que porque me era necesario—, decidí, entre comillas, alejarme, para llegar a otra perspectiva. 
Cuando volví a retomarla, la elegida para recuperar el tiempo perdido y las ganas olvidadas fue una obra que marcó historia, hija de su tiempo y una espectacular visión de la vida en el mar, de lo peligrosa que podía llegar a ser y de lo pequeños que somos en comparación con todo lo que nos rodea. 
Como no podía ser menos, la novela fue la cumbre, a mi parecer, de Herman Melville, «Moby Dick». 
Si algo me fascina, además de las descripciones, es la figura del capitán Ahab, una figura casi de culto, un personaje obsesivo y vengativo que representa, a mi parecer, el paradigma de una sociedad enferma y en declive, obcecada por la persecución —justa o no, ya depende de quien lo lea— a la ballena blanca que le arrancó la pierna y que ha sembrado a su paso destrucción sobre aquellos que ha intentado capturarla. 
Además del maravilloso uso que hace de la descripción, haciendo, en ocasiones, las veces de libro de viajes en cuanto se describen los puertos donde va atracando el barco y lo exhaustivo se hace patente, es el manejo de los personajes, su interior y, en lo que se refiere al capitán Ahab, la capacidad que tiene el autor para hacer que nos solidaricemos en cierto modo con la angustia que nos hace sentir la búsqueda desesperada de Moby Dick para darle muerte y poner fin a su venganza. 
Realmente, lo que a simple vista puede parecer una novela más de aventuras —que queda claro que no lo es—, a mí se me antoja una lucha simbólica entre el bien y el mal, entre el odio más profundo y la inconsciencia más animal, que se convierte en una pugna por sobrevivir el hombre frente a su némesis, némesis que él mismo ha creado y necesita para sobrevivir.

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