28 de julio de 2021

Los hermanos Karamazov, Fiódor Dostoievski

Ya sabéis que no tengo término medio. 
Y para cambiar un poco y dar un golpe de realidad, he decidido pasarme a lo más duro de la novela rusa, densa y dura como su clima, pero no por ello menos digna de atención. 
Me gusta decir de vez en cuando, y la mayoría de las veces sólo lo pienso para que no me tomen por loca, que la literatura —y todas las artes en general— es un reflejo de la sociedad de su época. Y me explico. 
No sé qué especie de relación hay, pero he llegado a la conclusión de que en épocas de más inestabilidad, tanto social, como moral o política, es cuando surgen las mejores obras, por lo menos para mi gusto. 
Estas obras suelen ser metáforas brutales, alegorías completas, de una sociedad huérfana de cordura que busca el aire desahogándose al reflejarla en sus páginas, en sus lienzos o en cualquiera de las vertientes que al artista se le antoje, y Fiódor Dostoyevski tiene el honor —o la responsabilidad— de ser quien mejor reflejó en la Rusia de su siglo todas las irregularidades de una sociedad obscenamente corrupta y desmadrada. ¿Qué mejor forma de llevar al límite lo podrido de la sociedad? 
Con uno de los crímenes más horribles de los que puede ser capaz el hombre, el parricidio
Según mi interpretación de la novela, no sólo lo obvio que podemos leer, sino que, adentrándonos, poniéndonos en el lugar del autor que escribe como reflejo de su tiempo, se convierte a la sociedad en un ente comunitario, en el que todos somos hermanos, y los crímenes contra un desconocido, leves o graves, no dejan de ser un parricidio como el que se nos narra.
Dostoyevski juega con los estereotipos del ruso medio en el personaje principal, Fiódor Karamazov —acaso una extrapolación de su persona como mano ejecutora pero no asesina—, agravados por la miseria de la opresión zarista cuyo leitmotiv era el absolutismo, y en sus cuatro hijos, sospechosos todos, en especial dos, de su asesinato, algo que quizá para desgracia de nuestro amigo Karamazov padre, era esperable, no sólo por el odio vertido, sino también por el recibido. 
Es innegable que su densidad puede hastiar a un lector poco avezado, o tal vez aburrido en un momento dado, pero compensa con creces la calidad y se agradecen las explicaciones extensas en detalles que pueden resultar determinantes para los tintes de novela policial que se advierten; con ellas vamos decantándonos hacia este o aquél personaje, convirtiendo cada motivación en la punta del iceberg de un asesinato que, quizá, algunos justificarían. 
Lo cierto es que no deja de ser atemporal, a pesar de que es un cuadro de la sociedad rusa de finales del siglo XIX. 

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