7 de abril de 2019

El gato negro, Edgar Allan Poe


Hace tiempo que, en cierto modo, mi mente divaga por páramos oscuros de los que parece no querer salir porque ya se ha acomodado, y reconozco que a veces tampoco quiero sacarla de ahí porque en ocasiones me compensa la fertilidad literaria con un poco de tormento existencial. 
La razón principal además de la aducida es que aunque me horade poco a poco estoy redescubriendo entre todos los libros que tengo, tanto digitales como físicos, viejos clásicos que de un modo u otro me impactaron profundamente, y eso me ayuda a traer viejas glorias a estos anaqueles virtuales que adoro profundamente y que estoy convencida de que vosotros también amáis. 
Y este relato que os traigo hoy —que también he elegido porque no sé por qué razón no suelo reseñar libros de terror, con lo que me gustan— es precisamente uno de los que recuerdo con mayor claridad por ser uno de los que más me obsesionó en una época tan crucial para una persona como es la adolescencia, una adolescencia en la que me inclinaba hacia lo gótico —arte, literatura, estética— como si fuese una fuente que debía alimentarme a mí y a mi espíritu. 
Siendo sincera, toda la obra de mi adorado Edgar Allan Poe es perturbadora; creo que esa palabra se asentó con él y con su bibliografía, pero quizá la profunda carga cultural que arrastran los gatos desde tiempos ignotos, tanto de fuentes beatíficas como de prácticas supersticiosas —ya sabéis, aquella que dice que si se cruza un gato negro en tu camino ocurrirán desgracias— o brujescas —tradicionalmente, y como sabréis, se ha relacionado al gato con demonios o con familiares, hecho que supuso que muchos de ellos dieran con sus pobres huesos en la hoguera junto con sus supuestas protegidas hechiceras y que propició la expansión de la Peste negra— es la que hace que el relato, si cabe, sea aún más inquietante.
Qué decir de Poe.
Qué decir de este relato.
Aún sigue pareciéndome increíble cómo las palabras son capaces de caracterizar tan bien la inquina del ser humano y de formar frases tan espeluznantes, como si fuesen retratos construidos con letras cuya función es la de inquietar.
Y es que realmente Poe no recurre a hechos especialmente sangrientos, si obviamos la muerte del pobre primer gato que es, a todas luces, deleznable, sino que construye con sus palabras una especie de laberinto terrorífico que atrapa al lector desde el primer momento, introduciéndole en el relato y convirtiendo su propia mente, nuestra propia mente, en el arma más mortífera, en nuestro más poderoso enemigo. 
Esto de sentirme controlada en cierto modo, por dejarme llevar de tal manera que noto que los vellos de la nuca se me erizan como si fuera yo la que padece lo que nuestro protagonista se ha buscado me produce sentimientos encontrados. 
Por una parte es una muestra de la excepcionalidad de Poe. Por otra me hace mirar a mi gato con mucho más cuidado, aunque os aseguro que está exquisitamente tratado. 

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