13 de febrero de 2020

Suite francesa, Irène Némirovsky


A pesar de que he leído ciertas críticas negativas de este libro de Irène Némirovsky por estar inconcluso, por no haber sido acabado, he decidido traéroslo precisamente por eso, y no es que sea una rebelde, es que me parece injusto que por algo totalmente ajeno a ella se la catalogue de novela mala y demás parafernalia.
Esta autora ucraniana afincada en Francia pretendía hacer una gran novela de cinco tomos, en los que narrara la invasión nazi a este país, pero ni mucho menos se le pasó por la cabeza que podría vivirlo en su propia carne debido a su ascendencia judía y, yo creo que también algo primordial, su incomodidad respecto del régimen por haber escrito esto y haber pretendido terminarlo.
Ni sus obras ya publicadas ni el dinero que atesoraba la pudieron salvar de lo que ella misma preludiaba en su novela.
Al principio estamos en los días anteriores a la invasión de Francia por la fuerza nazi, el miedo y la incredulidad hacia un hecho que se pretendía imposible, y pronto llegan las bombas y las huidas, los pasos desesperados por salvarse del horror de la guerra.
Ahora todos los franceses son iguales, no hay diferencias de raza, de dinero o de edad, todos quieren escapar a lo que viene tras la crudeza de la guerra, la posibilidad de que el fascismo se extienda y perdure.
Némirovsky nos va retratando toda esa crueldad y desasosiego.
Hasta en los más pequeños detalles está el miedo a la guerra, a lo que está por venir, y ella lo narra de primera mano, siendo uno de los primeros testimonios de lo ocurrido, todos los demás vinieron después, tras años de digerir recuerdos.
Sin embargo, como en toda circunstancia adversa, la gente parece florecer. Los amores continúan, la vida, en fin, continúa, aunque haya perdido todo rumbo impuesto por quienes sembraron el terror.
A la autora sólo le dio tiempo a escribir las dos primeras partes, aunque junto con el manuscrito de este relato tan fiel y tan crudo de una época así, se encontró un esquema argumental de la tercera, en la que se narraba la resistencia, la defensa de un país por el que ella dio todo y que no le devolvió nada basándose en algo tan impreciso como lo puede ser la supuesta limpieza de sangre, pero lo que gusta es que no escribe desde el odio o acaso del rencor, sino que celebra la vida, esa que pugna por seguir adelante aun a pesar de las circunstancias, la vida que le esperaba después y que no pudo continuar por haber muerto en un campo de concentración.
Me ha sentado mal que, como decía al principio, se le considere malo simplemente porque no está acabado, sobre todo que quienes toman por su mano la potestad de hacerlo son los mismos que elevan «El castillo», de Kafka, a las cumbres más altas cuando igualmente está sin acabar.
De lo que se trata es de ser imparciales y de no dar más justificación que la de estar inconcluso. 
Eso, per se, no es razón para que un libro sea malo.

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