4 de febrero de 2020

El Principito, Antoine de Saint-Exupéry.


La otra tarde, sin nada que hacer, decidí echarle un ojo a la estantería, a ver qué encontraba; esa vieja estantería que lleva aquí casi desde que tengo memoria y que me ha dado tantos paisajes, tantas vidas, tantos momentos inolvidables.
Recorriéndola encontré este maravilloso libro de Antoine de Saint-Exupéry, amado y odiado a partes iguales, «El Principito», sonreí para mis adentros, lo reconozco, supongo que sería la niña que aún sigue por alguna parte y que se alegró de encontrarlo.
Lo volví a leer una vez más, y, nuevamente, obtuve cosas maravillosas, siempre me pasa que, cuando releo un libro, encuentro en él textos diferentes, puntos de vista distintos, «nunca te bañarás dos veces en el mismo río», que decía Heráclito, si mal no recuerdo.
Una vez superada la alegría inicial, volvió a planear sobre mí la tristeza que sentía en ese momento, y, entre sus hojas, encontré lo que necesitaba oír —leer, en este caso—. Se lo dice la flor al Principito cuando éste se marcha, cuando no quiere que la cubra para protegerla, muy convencida, le comenta: «Será necesario que soporte dos o tres orugas si quiero conocer las mariposas...».
Sí, es justo lo que necesitaba oír.
A través de sus letras, y como ya dije antes, resurgió la niña que llevo dentro y que pensaba que estaba profundamente dormida. Bajo la apariencia de un simple cuento, porque, tal vez, a ojos profanos pueda parecerlo, se esconden grandes enseñanzas sobre la vida, la amistad y el amor.
Nunca está de más eso de viajar hacia el interior de uno mismo, y menos si es la lectura la que te conduce.
Parece que cuando traigo libros de este tipo recurro casi siempre a lo mismo, a eso de leer textos aparentemente infantiles para recobrarnos a nosotros mismos —y, que tal vez, parezca por mis palabras que he vivido demasiado como para esperar a la huesuda— pero he comprobado, tras mucho viajar a mis adentros, que es como mejor se está.
Las palabras de Saint-Exupéry parecen caricias al aire, recibidas al leerlas, y la ternura del principito, que aprende que «lo esencial es invisible a los ojos», logra encender una llama de esperanza. 
Lo de la esperanza viene a que, casualmente, cada vez que lo leo, estoy triste, pero acaba pasándose.

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