19 de octubre de 2020

El castillo, Franz Kafka


Este checo me puede. Y el género de este libro aún más.
No sé si os habéis fijado en que el libro que decidimos leer depende de nuestro estado de ánimo, a mí, por lo menos, me pasa. Y cuando estoy más triste me da por echarle mano a obras repletas de símbolos, de oscuridad, de complejidad, y hace un par de días no es que fuese yo precisamente unas castañuelas.
Así que, rebuscando entre la estantería que tengo más cerca, el único que cumplía con estas características era el libro que os traigo hoy, una obra inconclusa de Kafka que, personalmente, y aun después de haber leído «La metamorfosis», me sorprendió la primera vez que me perdí entre sus páginas.
K. es nuestro protagonista. Un agrimensor que acude a un pueblito, una aldea, contratado por los propietarios del pueblo, que viven en un castillo. Y todo parece controlado por este castillo, desde los permisos para alojarse en una posada del pueblo como hasta el más nimio detalle, y K. tiene que ir descubriendo en esos seis días las motivaciones, los usos y el motivo de la presión y del control que parece ejercer el castillo sobre los habitantes de la aldea, algo que no parece sano, sino que torna en una atmósfera opresiva de la que acaba el lector siendo parte.
Desde luego, tiene múltiples lecturas. 
En un primer recorrido, caemos en la cuenta del camino que tiene que superar K. para finalmente trabajar como lo que le han contratado; sin embargo, paralelamente se advierte la crítica hacia el férreo control que ejerce el castillo sobre los habitantes, equiparándolo desde un punto de vista claramente metafórico al Estado o, tal vez, a la religión.
Me gusta la diversidad de interpretaciones que se le puede dar a esta obra, que, como casi todas las suyas me atrevería a decir, gira en torno a la alegoría más dura, más brutal.
Creo que es imposible hacer un análisis del libro en el sentido de que lo que yo puedo interpretar viene delimitado y condicionado por mis circunstancias personales, por mis ideas —tanto políticas como sociales, etcétera— y por lo que ya he leído antes, tanto de él, como de otros autores, como del propio tema del simbolismo y de la metáfora, aunque está claro que hay unos temas evidentes que no se pueden obviar de la concepción que yo, o vosotros, mis queridos lectores, pueda llegar a adquirir de la obra. Y puede que sea esto lo que me guste más. 
La diversidad de opiniones abre un debate bastante interesante, y, lo más importante, nadie tiene la verdad absoluta. Sólo a través de este hipotético debate en, por ejemplo, un club de lectura, se podría llegar a acariciar el fin último de la novela y su significado, y me parece bastante agradable que la linealidad se diluya para dar paso a múltiples lecturas e ideas, porque de libros sosos están los anaqueles llenos.

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