27 de diciembre de 2020

El tambor de hojalata, Günter Grass


Y como diría mi adorado Fito, "raro, no digo diferente, digo raro".
Creo que esta frase define perfectamente el libro que hoy os traigo, preso o hermano de lo extravagante y surrealista —en mi opinión—, poco asequible y, a veces, difícil de leer, pero eso no lo exime de ser uno de los paradigmas literarios de una vanguardia retrasada en el tiempo y de la autocrítica sociopolítica más despiadada y descarada. Si por algo destaca y si por algún motivo se ha asentado en el tiempo como uno de los libros de indispensable lectura y pertenencia, es precisamente por acariciar lo cruel y lo sórdido de la mano de la vida del protagonista, que, cual Segismundo moderno, sufre las vicisitudes de la vida y los horrores de la guerra.
Óscar, cuando cumple tres años, decide dejar de crecer, y recibe su tambor de hojalata, fiel compañero a lo largo de su vida, y la mezcla antagónica de lo macabro y lo infantil se hace patente en esta decisión, que cuenta desde la perspectiva que le otorga el tiempo casi en la treintena y desde los muros de un manicomio en el que reside encerrado.
Desde que lo leí por primera vez concebí el libro como si fuese una cúpula de protección de papel, y me explico. Óscar no quería crecer a modo de Peter Pan, manteniendo lo bueno y lo malo de una edad donde la inocencia lo es todo para alejarse de los periodos convulsos que azotan al país en el momento en el que él nace y, sobre todo, más adelante. La justificación de este libro, a mi parecer, es una expiación, una purga de objetos malditos que son impuestos por fuerzas ajenas a lo humano, aunque proveniente de él. 
Y es la libertad el fruto deseado y resultante de no crecer, que, en una cruel ironía, acaba llevándole a una institución mental.
Este libro es una herida curada con la ironía mordaz y el humor negro brutal que asola las páginas, una digna opción si consideramos que el hundimiento es la otra cara de la moneda, y podría considerarse primicia en tanto utiliza el narrador de una forma móvil según convenga al desarrollo de la historia. 
La madurez es la bandera que enarbola el protagonista contra los acontecimientos que le suceden y que le rodean sin poder evitarlos, y la crítica a la hipocresía de un mundo que gira la cabeza mientras los desastres se suceden frente a sus ojos se hace símbolo y palabras como un grito mudo que intenta trascender los muros establecidos por aquellos mismos que decidieron hacer primar su comodidad en pos de un derramamiento de sangre innecesario.

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