16 de junio de 2019

Samarcanda, Amin Maalouf


Oriente siempre fue un mundo que me fascinó desde pequeña y sé que no soy la primera ni seré la última que caiga rendida a sus encantos. 
Ya sea por sus profundas contradicciones, por el sentido de ciertos valores que aun con el tiempo no han pedido trascendencia —aunque la tradición por ser tradición no lleva implícito ser buena, que conste—, o bien porque es la cuna de conocimientos de prácticamente todo el mundo, pero el caso es que me entra la morriña de los lenguajes y de la mitología, y de todas esas pequeñas cosas que llenan mi vida cuando me siento terriblemente sola. 
Y la verdad es que para pintar este mundo que yo imagino y percibo lleno de olores y colores nadie como Amin Maalouf
Este hombre me fascina como escritor precisamente por la conexión filológica que siempre encuentro en sus obras, y ya sabéis que la cabra siempre tira al monte. No sé si es por obsesión o simplemente porque ahí está, pero yo siempre la encuentro, y en este libro no iba a ser menos. 
El eje central de toda la trama es un manuscrito que, denominado como la ciudad uzbeka de Samarcanda, contiene los poemas dedicados al vino del gran Omar Jayam. Con reflejo en este manuscrito y en su poesía, encontraremos al yo poético y su importancia, al poeta y su devenir en definitiva, y al mundo donde se maneja, en el que se iban creando paradigmas líricos que permanecen hasta nuestros días. 
Al mismo tiempo, este privilegiado eje une la Persia medieval, con sus cortes, sus conjuras, sus conspiraciones, con la de finales del siglo XIX, en la que empieza a haber atisbos de modernidad —que fueron superados por un sistema más conservador, tal y cómo sucedió en la medieval—, influidos por el zarato de todas las Rusias, sus guerras y su destino. 
Es un librito muy curioso que me enamoró desde el momento en que lo leí. Creo que es porque arrastra esa connotación de malditismo implícita en el manuscrito, pero también en lo desconocido de Oriente, algo que, tal vez, nos atrae y nos repele por igual, y que solo la ignorancia hace que lo cataloguemos como algo proscrito.
Quizá soy demasiado soñadora, quién sabe, pero aún confío en que las diferencias nos hagan grandes en lugar de dividirnos, y creo que Maalouf conoce la carga de esta reflexión y la pone en práctica acercando los dos mundos como iguales, en consonancia, resaltando todo aquello que puede atraernos para, en última instancia, llegar a unir.

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