Reconozco que a pesar de ser una fanática de este género —como ya sabréis si lleváis un tiempo por aquí y me conocéis algo porque lo repito con relativa frecuencia— nunca había leído nada de Batya Gur, y sin embargo soy de la opinión de que nunca es tarde si la dicha es buena —o si el estrés te agobia hasta el punto de que no te queda más remedio que robar horas al sueño para poder escribir. Y la verdad es que me ha sorprendido, y gratamente además, porque admito que lo leí con cierta prudencia y la distancia que se obliga en casos en los que no comulgas con algunas cosas que rodean a la historia o al autor. Lo mejor es que he tenido suerte y ha valido la pena, y por eso está aquí hoy, sumándose al anaquel virtual que poquito a poco vamos construyendo entre todos.
Fue bastante gratificante ver como Batya Gur desgrana algunos tabúes, historias que no pensaríamos encontrar tan libremente y con tanta alegría en un libro —hay temas delicados en los tiempos que corren, como sin duda sabréis—, cómo en sitios tan alejados o tan exóticos por sernos extraños se dan las mismas reglas que en cualquier parte, y descubrirlo es, a un tiempo, curioso y relajante.
No os voy a negar que este libro pertenece a una saga y que, como siempre, soy un desastre para empezar las sagas por el principio, pero esto me ha dado la oportunidad de acercarme a libros que no conocía precisamente porque he leído a destiempo uno de los que conforman la historia al completo.
Michael Ohayon es el protagonista de este libro que nos ocupa hoy y de la propia saga y es un detective ciertamente peculiar que se sirve de métodos poco ortodoxos para llegar al meollo del asesinato sin dejar nada olvidado, y esto le convierte en el eje central de la novela porque, como habréis supuesto, él y solo él tiene las claves que darán forma a la historia.
En este libro se ve arrastrado a descubrir el asesinato de una famosa violoncelista y este caso sirve de excusa —podría catalogarse así— para que Batya Gur nos haga una pequeña tesis de musicología, de la creación del virtuoso —porque no solo se nace con dones, sino que hay que potenciarlos, ya sabéis— y de un mundo que por hermético no resulta menos interesante.
En cierto modo cuando lo leí me recordó a una novela patria, «El violín del diablo», de Joseph Gelinek, pseudónimo de Máximo Pradera, y también me recuerda que os la tengo que traer en algún momento para que, como yo, establezcáis comparativa y, por qué no, quizá iniciar un debate.
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