21 de septiembre de 2020

El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha, Miguel de Cervantes


Sí, sí, soy plenamente consciente de que en el título he puesto Quixote y no Quijote, pero oye, el anacronismo me pega con esta novela.
He tardado en ponerla, sí, considerándola como se considera —valga la redundancia— la mejor obra española de todos los tiempos (sacrosanta-amén), pero como ya dije tiempo atrás, para mí y bajo mi criterio de bibliófila y filóloga —que igual es una chufa, pero oye, es el mío—, no es, ni de lejos, todo lo que se la cataloga.
Bueno, sí, sí que lo es, tampoco me voy a poner tiquismiquis, pero según lo que me dicta el pensamiento, ese puesto le fue arrebatado mucho antes por «El cantar del mío Cid». Lo mire por donde lo mire lo supera.
Supongo que algo tan famoso es lógico que inspire sentimientos ambiguos, para unos será el summum de la literatura, para otros un desastre infumable, y a mí me hacía no sentir preparada para comentarla. Es que es un papelón, y más cuando no estoy convencida de que me termine de cuadrar en todas las glorias que le adjudican.
Para bien o para mal, e independientemente de mi opinión personal, que se balancea entre una y otra, reconozco que no me veía lista, me venía grande. Igual sigue viniéndome, pero esa opinión ya depende de vosotros.
La historia ya la conocéis. Alonso Quijano enloquece de tanto leer novelas de caballerías y acaba creyéndose el protagonista de una de ellas. Toma un escudero, Sancho Panza, que le acompaña en sus correrías en pos de Dulcinea del Toboso, una doncella idealizada en su mente, pero que no resulta ser lo que sus imaginaciones ofrecen e infinidades de aventuras que le hacen recorrer la yerma Castilla entre otros sitios. Esta locura da lugar a situaciones cómicas y desmesuradas que critican con vehemencia la afluencia de obras de este estilo, y esto es lo que a mí me interesa.
Lo que me gusta del Quijote es, precisamente, esta crítica abierta que hace Cervantes. Ya no sólo a la sociedad, idiotizada consumidora voraz de las novelas de caballerías, sino también a estas, que, ante el exceso de demanda, comenzaban a ser clones unas de otras y a perder originalidad —vaya, lo que pasa ahora cuando se pone algo de moda, no es nuevo el fenómeno—. Lo malo fue que, sin querer, o queriendo tal vez, se convirtió en una de esas que criticaba y que el cura que aparece en la obra quemaba por haber propiciado la locura de Quijano. Sin embargo, tengo que ser justa y reconocer que sentó precedentes que llegan hasta nuestros días.
He puesto esta portada porque la RAE de vez en cuando me tira, y porque me gusta, qué diablos. 
Es la del cuarto centenario, y es un poco una reivindicación. A los libros buenos, se les da bombo siempre, no cuando interesa, cuando potencian el turismo, o cuando fomentan la venta, que la mayoría del tiempo se le olvida si no es en círculos especializados y no debería ser así. 
Un libro bueno lo es siempre, no cuando interese a corporaciones o a individuos. He dicho.

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