Una de las consecuencias de las veces que tengo alguna crisis existencial es el insomnio, un desesperante insomnio.
Suelo pasar bastantes noches en vela, y las que consigo dormir suele ser después de varias horas de mirar al techo sin nada que ver.
Cuando estoy así, suelen suceder dos opciones.
La primera es que me dé por escribir, las musas vuelven de sus vacaciones perennes y se dignan a hacer una visita, como pasó anoche; y la otra es que me acuerde de este libro de Hermann Hesse que me gusta leer a hurtadillas en estas circunstancias. Desde luego, el devenir del protagonista no tiene nada que ver conmigo en cuanto a gravedad se refiere, pero es, en cierto modo, una especie de bálsamo comprobar que hay circunstancias peores y que no tengo motivos para quejarme, aunque, hoy por hoy, con las noticias que nos llegan del viejo Japón, no se necesita un libro para darse cuenta.
Esta novelita —no por calidad, sino por tamaño— me gusta por su trascendencia filosófica y psicológica. Lo que asalta al protagonista es el miedo y sus consecuencias, la angustia sentida o el temor a tomar determinadas decisiones que pueden, y de hecho hacen, condicionar su vida, siendo un reflejo del hombre que comparte su tiempo y que, cada vez, padece más estos quebraderos por verse su vida abocada a un ritmo insoportable para cualquiera.
Identificándose con un lobo, a través de las cuatro partes de las que consta la novela, es capaz de transmitir aquello que le vence y que le dificulta la existencia, y, a través de diferentes relaciones con gente de su pasado, de su presente, de todo lo bueno y lo malo y una exquisita caracterización psicológica, consigue llevar al lector a un replanteamiento drástico y brutal de todo aquello que sabe o cree saber.
Cuando va llegando el final se me antoja un personaje desquiciado, que ya es incapaz de discernir entre lo que es cierto y lo que no y que arrastra tras él todo aquello que le rodea.
Esta diferenciación invisible y la mención del "teatro mágico" me recuerda a «El público» de mi adorado García Lorca, un escenario que acaba siendo la sublimación de la locura.
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