26 de marzo de 2019

Los escarabajos vuelan al atardecer, María Gripe


Reconozco que a veces me cuesta sentarme a escribir este blog. 
Lo empecé hace muchos años casi por casualidad, por una especie de reto, y lo seguí hasta aquél parón tan amplio en el que no me veía ni con fuerzas ni con ganas para seguir escribiendo. Y ahora he vuelto y llevo unos meses en los que, en cierto modo, me obligo a volver cada día y recuerdo que al principio la verdad es que no sabía muy bien cómo reseñar. Puede que ahora tampoco sepa cómo, pues sé que a veces divago demasiado, pero admito que a fuerza de práctica he ido aprendiendo a sacar lo más importante de cada lectura y a relacionarlo con lo que me inspiró en ese momento, y espero mejorar con cada libro que os traiga.
No estaba muy segura de cómo hacerlo —a veces sigo sin estarlo— y de por cuál empezar. Hay muchísimos libros y casi todos me gustan, ya lo sabéis, pero en el momento en que me siento a escribir estas letras este libro de Maria Gripe que os traigo hoy estaba muy cerca de mí en el escritorio. 
Me lo regaló una amiga de mi madre un verano hace muchísimos años para que lo pasara leyendo, aunque con lo finito que es me duró una tarde. A pesar de que prácticamente lo devoré me gustó mucho, muchísimo, tanto que años y años después sigo leyéndolo y teniéndolo cerca. 
Tres niños, Annika, Jonas y David, acceden a cuidar las plantas de una quinta durante el verano mientras su dueña se encuentra fuera. Allí, una de esas plantas les llama profundamente la atención, la Selandria, una planta cuya flor tiene preciosos pétalos azules y que, incomprensiblemente, parece conocer a la gente, parece estar ligada a los sentimientos de la gente y ser sensible a ellos. Mientras los niños están en la finca David recibe llamadas de teléfono de la dueña en las que juegan ambos al ajedrez y ella les va proporcionando pistas al respecto de la historia que cuenta y que esconde la planta.
Durante el tiempo que pasan allí investigan el pasado de la quinta recorriéndola, y descubren unas cartas que les traslada a la Suecia del siglo XVIII y a una historia de amor desgraciado cuyo escenario fue la casa y que tuvo el principio del fin con unas estatuas traídas de Egipto. El párroco Lindroth será también una ayuda inestimable para descubrir el misterio, desarrollándose la novela entre la iglesia y la propia finca Selanderschen.
Creo que en esta época en la que el libro llegó a mis manos ya se perfilaban mis intereses. Siempre he sido una fanática de Egipto y su mitología y del misterio, y empezaba a demostrar interés en el ajedrez, un juego de mayores —para mí en ese tiempo— que me gustaba especialmente, y la verdad es que no es una novela juvenil al uso, y me explico. 
Sin ánimo de generalizar, y siempre de acuerdo con mis experiencias lectoras, me ha parecido que la mayoría de las veces en que las novelas van destinadas a niños o a adolescentes están cortadas por el mismo patrón, como si se tratase de una fórmula mágica que les indujera a leer, y la verdad es que no creo que sea una postura correcta. Si bien consigue lo que se pretende, cuando ya has leído la octava o la décima te aburre porque sabes qué va a pasar, los estereotipos que te vas a encontrar y la resolución que tendrá. 
En este caso no es así, y no porque sea un libro tan especial para mí. Maria Gripe consigue dar los golpes de timón necesarios para que lo que predecimos se quede en agua de borrajas y cambie por completo. Y el viaje en el tiempo que hace entre el siglo XVIII, el XIX y la actualidad es altamente interesante porque refleja que, aunque en tiempos diferentes, hay cosas que, al fin y al cabo, nunca van a cambiar, y esas pinceladas de mitología y misterio hacen de esta novela una lectura necesaria y deliciosa aunque hayamos dejado atrás aquellos años de niñez que en retrospectiva se antojan tan felices. 

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