13 de diciembre de 2019

El señor de las moscas, William Golding

Hoy no sé por qué me he levantado con este libro en la cabeza. 
Bueno, sí lo sé. 
Además de ser una de mis distopías favoritas creo que es uno de los sueños que casi todos hemos tenido de niños: una vida sin adultos —al menos influyendo directamente— y el gobierno de nosotros mismos. 
Tan inquietante y soñada es que se han hecho diferentes adaptaciones y la primera que me viene a la cabeza es la que se hizo en uno de los episodios de los irreverentes Simpson
He descubierto en parte el argumento, pero aun así me permitiré dirigir unas preguntas a vosotros: ¿Qué pasaría si volvieseis a ser niños y si, siéndolo, os encontrarais tras un accidente de avión solos en una isla sin más mandato que el vuestro? ¿sería muy diferente a cómo lo afrontaríais siendo adultos? ¿con qué etapa desempeñaríais una actuación más eficiente?
Quizá fue esto lo que se plantease William Golding en el tiempo en el que este género era el rey entre todos los demás, y por el que se dejó llevar por los pensamientos para llegar a elucubrar esta fantástica novela distópica. 
Como os he mencionado, tras un accidente de avión en la guerra y sin adultos a quien obedecer, o más bien, que se hagan obedecer, son unos niños los que tienen que sobrevivir en un terreno inhóspito con las rencillas irremediables que surgen entre los grupos que controlan el poder y los que lo ansían.
Sin adultos las obligaciones parecen desaparecer y comienzan las desavenencias y las desatenciones, hechos que en un entorno normal no supondrían mayor problema pero que, en el momento en que lo que cuenta es sobrevivir, resulta desencadenante de disturbios y trifulcas, llegando incluso a guerras —mínimas, claro— entre ellos hasta el punto de tomarse prisioneros. Y lo curioso es que cuando son rescatados no supone en ellos el contento que debería haber sido encontrarse salvados y liberados de los peligros. 
Cuando leía esta novela no leía que un grupo de niños se encontraba perdido y formaban una minicivilización que poco a poco se hacía con todo lo malo de la que habían dejado atrás, leía el reflejo de la humanidad, producto de su educación y de sus circunstancias, que se aferra a la vida al precio que sea y que ansía el poder por encima de todas las cosas, más aún cuando está derivado de un vacío legal —los adultos, en este caso— que obligue a acatar las normas para autolimitarse.
No sé dónde leí algo parecido, que las leyes las habíamos creado nosotros para controlarnos a nosotros mismos, no para beneficiar a los demás, conocedores de los niveles de crueldad a los que podemos llegar sin ellas. 
Después de haber leído esta novela por enésima vez llegué a la conclusión de que quizá era cierto y que la civilización es un fantasma que nosotros mismos hemos creado para aterrorizarnos y no alcanzar el potencial destructor que podríamos alcanzar de no tenerla sobre nuestro cuello cada día, a cada momento. 

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