30 de diciembre de 2019

Madame Bovary, Gustave Flaubert

A veces, sobre todo cuando estoy peor de ánimos, suelo pensar que si viviera en otra época sería más feliz.
También os digo que seguramente me habrían matado de mil formas y por mil causas distintas, pero la lucha, estoy convencida, habría valido la pena. 
Me gusta soñar con mundos de época, pensarme en ellos, con todo ese protocolo de actuación que controlaba hasta el más pequeño detalle y todos esos cambios, esas reivindicaciones que hoy, a nuestros ojos, parecen obsoletas.
Me gusta imaginar a esos héroes y heroínas que buscaban su lugar en el mundo, ese que les permitiera ser ellos mismos, sobre todo a ellas, a quienes quedaba mucho más por ganar que a nosotras hoy en día, y me gusta ver la rebeldía en los pequeños detalles, en las pequeñas concesiones, en lo que, en definitiva, no parece más que un acto de sumisión pero que, sin embargo, es la explosión de libertad más poderosa que se pueda concebir. 
Y a veces pienso en mis grandes adoradas, tanto personajes como literatas.
Pienso en Jane Eyre, en Ana Ozores, en las hermanas Bennet, en las Brontë y en Virginia Woolf, pero también pienso en Emma Bovary, la protagonista del libro que os traigo hoy y con el que cierro el año, el libro del que sobran las palabras porque habla por sí mismo en la voz de nuestra protagonista. 
Emma Bovary solo quiere ser ella misma en una época en la que los corsés no solo oprimían el cuerpo, sino que eran figurados y muy reales, y precisamente por este interés de ser libre rompe con las rígidas reglas de su época, pero, por el contrario, esta ruptura no la hace sentirse plena y realizada, sino que poco menos que es el inicio de una profunda insatisfacción.
Quizá su más profunda carga es su inteligencia, que la obliga a querer ser algo más que la mujer que es bonita para enseñar y presumir de ella, que luego abre las piernas sin chistar y que se pasa el día bordando o en obras de beneficencia. En resumen, la vida que era obligada para las mujeres con cierta posición social, si bien ella no era más que, en origen, una campesina. 
Emma quiere ser libre, y la única forma de rebelarse que se le ocurre es coleccionar amantes, pero sus amantes también la traicionan como su marido, que prácticamente la abandona yendo de aquí para allá aunque sea para trabajar y concederle los caprichos que desea, algo que no considera suficiente, o como su padre, que la condena a un matrimonio infeliz.
Y, desde luego, como se siente traicionada, la insatisfacción se incrementa y acaba de la única forma que podía hacerlo, primero porque es presa de sus pasiones, y después porque la época exigía que pagara por los pecados que había cometido dejándose llevar por su ansia de libertad y pasión nunca satisfecha. 
Emma Bovary es la personificación del romanticismo exacerbado y también el medio que utiliza Gustave Flaubert para criticarlo. 
Yo me reafirmo en el encanto que destilan estas obras que aun tanto tiempo después siguen siendo las más buscadas, las más versionadas. Y creo que es precisamente este encanto las que las hace atemporales, esta descripción de mundos olvidados y tan necesarios a la vez, cuando todavía quedaba algo incorrupto por lo que pelear y que empezaba a convertirse en el mundo que es hoy, en el que las convenciones han superado a la realidad y solo creemos lo que quieren que creamos. 
Es, en fin, una obra para reflexionar, porque no solo es la realidad la que describe sino que, con este trasfondo, se establece una filosofía de vida propiamente dicha que invita a pensar en lo que tenemos y en lo que podríamos tener, en los límites establecidos de lo bueno y lo malo y en lo correcto de los mismos, y, por qué no, en lo que podríamos llegar a ser si nadie nos dijera que no podemos. 
Confío en que el año que viene sea mejor y que estos anaqueles lo vean. 

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