31 de julio de 2018

Harry Potter y la Piedra Filosofal, J. K. Rowling.


La verdad es que no sé si por azar o por qué razón tuve la suerte relativa de nacer en una época de grandes cambios en diversos ámbitos; en la línea divisoria de un tiempo fragmentado y otro que giraría drásticamente para abrirse a todos sin distinción, por lo menos en la teoría.
Un poco después, casi al borde del nuevo milenio, fue un poco la culminación de estos cambios, y creo que estos se vieron reflejados también en la literatura. En este sentido, la novedad más rompedora fue la que nos trajo J. K. Rowling en 1997. 
Es curioso porque al principio nadie apostaba por ella ni por sus hijos literarios. Nadie creía que un mago huérfano fuera a tener siquiera un poco de éxito o rentabilidad, y hasta tuvo que ocultar su nombre porque le dijeron que una mujer nunca podría alcanzar el estrellato literario por decirlo de alguna forma y la obligaron prácticamente a usar únicamente sus iniciales, y aquí estamos, ante uno de los mayores revulsivos de la historia de la literatura contemporánea que ha conseguido reflejo en el cine con suculentos resultados y productos comercializados de todo tipo. 
Lo que más gracia me hace del asunto como lectora es imaginar la cara de pánfilos —lo que fueron, vaya— que se les quedaría a todos esos ejecutivos de editoriales que se permitieron el lujo de rechazar una serie de novelas así solo por el pequeño detalle de innovar.
Harry Potter vive con sus tíos, que le tratan mal, demasiado mal para lo que un niño se merece, acosado por su primo Dudley y obligado a llevar sus viejas ropas, siempre disimulando por el qué dirán los vecinos, y un día, glorioso para él si tenemos en cuenta lo que le brinda, le llega una extraña carta del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, pero le es imposible ver el contenido. Al principio sus tíos se alarman, y aunque tratan por todos los medios de apartarle de las cartas, Hagrid, el guardián de las llaves y los terrenos de Hogwarts, acude a buscarle personalmente y Harry descubre que ha vivido una gran mentira. 
Sus padres no murieron en un accidente de coche como le había sido dicho, sino que lo hicieron combatiendo y protegiéndole del mago más malvado de los últimos tiempos, Lord Voldemort. 
Una vez en la escuela se suceden las aventuras con sus nuevos amigos, Hermione Granger y Ron Weasley, y tendrán que ir descubriendo bajo el auspicio del Profesor Dumbledore el camino que poco a poco les llevará hacia su futuro.
Huelga decir que es una de mis sagas favoritas de libros, y aunque ya me pille un poco mayor —solo un poco— me gusta todavía releérmelos varias veces al año, tanto que casi me los sé de memoria, los libros y los diálogos de las películas.
Y creo que como todos los que hemos crecido con las aventuras de Harry Potter muchas veces he deseado que a los once años o tal vez un poco después nos llegara la carta de Hogwarts, en parte porque la educación que le proporcionaban en ese colegio excedía cualquier límite de la imaginación y nos parecía mucho más divertida que la que teníamos y por otro lado por correr todas esas aventuras.
Yo lo tengo claro, los guardo como uno de mis tesoros. En el futuro... quién sabe a quién pueden servir. 

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