16 de enero de 2019

Harry Potter y las Reliquias de la Muerte


A veces cuando deseas algo con todas tus fuerzas, ya sea que pasen los exámenes o bien que llegue determinado día para, yo qué sé, comprarte un libro que te apetece mucho tener, en el momento en que sucede eso que esperamos te das cuenta de que no te ha merecido la pena volcar todas tus ganas y tus fuerzas en el hecho en cuestión. Te sientes mal porque piensas —no sin razón— que has desperdiciado ese tiempo en el que te habías involucrado tanto y que podías haber empleado para otras cosas muchísimo más productivas. 
Pero por suerte no todo es así en la vida.
En ocasiones desear algo con todas tus fuerzas es el preludio de algo muy bueno, de algo que posiblemente cambie tu vida y cierre uno —o muchos— de los capítulos que la componen. 
Y por eso os traigo hoy el séptimo y último libro de la saga de Harry Potter, el libro con que concluye la que quizá ha sido una de las series de libros más importantes de las últimas décadas, más vendidos y, por lo menos por mi parte, de los que más han significado y más me he releído.
Como digo, este es el libro con el que se pone fin a una historia y también con el que se cierran cabos sueltos a lo largo de toda la saga, y la verdad es que —salvando los detalles que consideraríamos fuera del canon— J. K. Rowling lo hace de una forma bastante satisfactoria, porque aunque no esperásemos que fuese Lord Voldemort quien ganase la batalla —en la literatura es raro que el mal triunfe, sobre todo cuando hay tanta gente expectante— y supiésemos que sería Harry quien triunfase, descubrimos la faceta más secreta de otros grandes personajes como Snape y, personalmente, lloré a mares, tanto de pena cuando mueren personajes que a mí me parecían insustituibles como de emoción en la Batalla de Hogwarts. 
Tuve la inmensa suerte de crecer a la par de Harry y sus amigos, personal y literariamente hablando, y también de sus problemas. 
Recuerdo que cada año prácticamente rezaba porque me llegara la carta que me admitiera en Hogwarts, hasta tenía pensado en mis sueños más infantiles una especie de texto con el que pedía que me hechizaran para entender a la perfección el idioma y no perderme nada; y en el momento en el que dejé de ver viable la situación, no por realidad, sino por edad, siempre mantuve la esperanza de alguna forma imaginando durante horas una escuela de magia mediterránea, con sus casas, sus símbolos y hasta con su sistema educativo. 
Quizá esa fue la magia más grande de Harry Potter, la de hacer que una parte de nosotros tuviera —o conservara en momentos difíciles— algo de esperanza.

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