30 de junio de 2020

Pobre Manolito, Elvira Lindo


Soy una fan acérrima de Manolito Gafotas, ya lo sabéis, y, aprovechando este verano tan sofocante que hace que pocas ganas tengamos de sumergirnos en los libros, a pesar de que es cuando más tiempo se tiene para hacerlo por norma general, os traigo la segunda entrega de la divertida vida de este niño de Carabanchel Alto cuyo problema principal es que es capaz de hablar y hablar hasta la extenuación, hasta marear a sus padres e incluso a su abuelo Nicolás, que ya es decir mucho.
Con todas sus coletillas, que son muchas, y esa particularísima visión del mundo con los problemas adaptados a la estatura de este niño tan adorable, vuelve a traernos sus aventuras y desventuras en un mundo en el que su padre está más ausente que presente, su madre es...pues como todas las madres supongo, tratando de educarle a base de gritos y collejas, y su abuelo lo intenta de otra manera, sin presionarle y malcriándole un poco.
A mí lo que más me gustaba eran esas disertaciones casi filosóficas que de vez en cuando le arrancan a Manolito las situaciones en las que acaba poniéndose y las descripciones de los amigos. 
Casi podías llevarlos a tu propia clase de colegio, que encontrarías al menos una de las características de sus amigos en los tuyos, y, desde luego, ese humor sano y tierno, que te hace reír a carcajadas incluso cuando estás "pastoso", como decía el propio Manolito.
Está claro que, bueno, llega un momento en el que la literatura infantil o juvenil deja de llenar. Supongo que estamos demasiado cegados por el mundo adulto y que en nuestro orgullo de madurez —que en algunos casos no es tanta— pretendemos estar por encima en cierto modo.
Yo opino lo contrario.
Si bien es cierto que hay que estar con cierta predisposición, por lo menos a mí me pasa, a veces no está de más dejar a un lado cualquier prejuicio que podamos tener en lo que se refiere a volver un poquito a los orígenes, aun cuando ya no nos hagan tanta gracia las peripecias de Manolito con sus amigos, bien porque nos las sepamos de memoria de tanto leerlas —como es mi caso—, bien porque nuestro sentido del humor, junto con nosotros, ha evolucionado. 
Pero coger un libro de estas características cuando estamos sobrepasados por el estrés, por el agobio del trabajo —o de no tenerlo— o incluso por los quehaceres cotidianos, es una oportunidad muy buena de intentar alimentar un poquito al niño que, aunque olvidado, llevamos dentro, ¿no creéis?

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